viernes, 11 de junio de 2010

Sobre los paraguas

¡Cómo los odio! Es un arma saca ojos muy peligrosa. Las abuelas sienten el poder en sus brazos cuando portan uno. Son unos trastos tan incómodos y aparatosos... Cuando llegas al destino ya no sabes qué hacer con él, porque estorba. Lo escondes, lo camuflas y, por supuesto, te lo olvidas. Y a comprar otro... Todo por no mojarnos el pelo. Porque por mi parte, cuando llevo uno de esos, de cintura para abajo me calo igual.

El caso es que todos debemos tener uno. Yo no tenía, siempre he preferido las capuchas, los chubasqueros, las marquesinas y las carrerillas entre portal y portal. Y si me chorrea el flequillo me importa poco, ya se secará. Pero en este trabajo nuevo no quería dar esa imagen de mendigo arrastrado que aparento cuando llueve. Me gusta ir un poquito arreglada. Así que David, con todo su cariño, me compró el paraguas más moderno de la tienda.

Es tan moderno que se despliega con un click. Tiene un botón en el mango que hace las funciones de un gatillo. Click, PLAF, paraguas en su sitio. De niña estas cosas me daban miedo, pero ahora ya les voy pillando el truco. El martes lo tuve que estrenar. Hubiese preferido estrenar los vestiditos y las sandalias, pero qué le vamos a hacer. Tenía muy claro el tema click PLAF, y suponía que todos los paraguas se plegaban de la misma forma. Y aquí tenemos la anécdota.

El autobús se acercaba, así que extendí un brazo para pedirle que se parara. Cuando se abrió la puerta en mis narices, con la elegancia que me caracteriza, me dispuse a plegar el paraguas... pero se resistía. Empujaba con todas mis fuerzas, pero nada. PLAF. Y otra vez PLAF. Y claro, las manos chorreando. El autobusero me miraba desconcertado y la gente de la parada se reía nerviosa. Vergüenza ajena se llama. Total, que abracé el paraguas, intenté reducirlo y me lo coloqué bajo el brazo para poder picar el bonobús. Ahora necesitaba las manos para guardar el bonobús en el bolso, así que apreté el paraguas con más fuerza y me lo coloqué entre los muslos. Ya tenía las manos libres, pero tenía que andar hacia el fondo. No quería sentarme, por miedo a un terrible accidente paragüero, no me gusta sacarle un ojo a nadie. Así que arrastré los pies, cual pingüino, hasta colocarme en la salida con la mayor dignidad que pude.

Cuando bajé del autobús... PLAF, cómo no. Tenía la entrepierna empapada, me dolían las rodillas, también me dolía un poco el alma y, sin darme cuenta, presioné el gatillo. Y como un delicado cisne, el paraguas se plegó...

Qué lejos llegaríamos a veces si usáramos la bola dura que tenemos sobre los hombros.

2 comentarios:

  1. Jajajajajajjajaja, me he partido de risa con la anécdota :_D

    Si supieras que a mi eso me pasó en la tienda... Lo abrí pero no podía cerrarlo ni a la fuerza ¿Quien iba a pensar que el botón de desplegar el paraguas automáticamente servía también para plegarlo? Estas cosas modernas...

    xDDDDDD

    ResponderEliminar
  2. ¡¡Elegiste ese modelo para verme hacer el ridículo!! Lo del botón se avisa...

    Al final me iré con el autobusero de cañas, ya lo veo...

    ResponderEliminar