viernes, 19 de febrero de 2010

Esperanza

El otro día iba en el metro, apretujada entre la gente, catatónica, después de un día de trabajo. Un gemidito y un pequeño golpe me despertaron. Vi sentados a mi lado a dos niños, el mayor de unos 8 años y su hermanito de unos 4. Los dos rubitos, muy guapos. Iba el pequeño sentado en el regazo del mayor. A su izquierda iba desplomada la madre, asiendo una bolsa de deporte descolorida, con una bufanda al cuello y una coleta mal hecha. Me imaginé un día normal en la vida de aquella mujer. Después de un duro día de curro y de recoger a los hijos del judo o karate o lo que sea, llegará a casa, donde se encontrará con un marido también reventado, y entonces comenzará el festival de los deberes, los baños, las cenas y los pijamas. Y la muerte súbita en el sofá.

El pequeño empezó a ponerse nervioso. Se quejaba en su asiento y hacía pucheros. Entonces el mayor lo abrazó con más fuerza y le dijo: "No te preocupes, nene, que en seguida llegamos a casa". También le acarició la rubita cabeza. Me incorporé de mi asiento y me acerqué a la mujer, que andaba medio traspuesta, y le dije: "Tienes unos hijos preciosos, y se quieren mucho. Se nota que están muy bien educados. Enhorabuena". La mujer se quedó cortada, pero al final me sonrió y me dio las gracias.

Salí corriendo del vagón, ya había llegado a mi casa. "Gracias a ti", pensé. "Gracias a ti todavía hay esperanza".