sábado, 3 de mayo de 2014

Sobre la vida salvaje

Anteayer, un precioso y soleado día de primavera y además festivo, David y yo volvíamos de casa de mis padres de disfrutar de una deliciosa comida cuando nos encontramos con un nuevo vecinito al cruzar la pasarela. Parece ser que nuestro querido gato tricolor ha sido papá. ¡La familia crece! Por suerte, la gente de nuestro barrio adora a los animales y estos gatitos disfrutan de unos grandes almuerzos de reyes. En agradecimiento suelen posar para las fotos e incluso algunos se dejan acariciar. Estos pequeños mininos decoran la ribera del río, nos hacen sonreír con sus juegos y nos deleitan con sus agudas serenatas nocturnas. Adoro mi barrio.


La gran atracción de la tarde fue la nueva familia de patitos que deambulaba por las aceras sin saber muy bien para dónde tirar. Una vecina con su chaquetón impedía que saltaran todos a la calzada, ya que tienen la manía de cruzar sin mirar y en una de estas se los podía llevar un coche por delante. Junto con la vecina conseguimos escoltarlos hasta la acera de enfrente.

Ellos solitos se las ingeniaron para saltar la valla y acceder a la zona del río y, la madre, en su afán por alcanzar el agua, se despeñó ladera abajo y los patitos, ni cortos ni perezosos, saltaron tras ella, como los lemmings, sin mirar atrás. ¡Vaya susto! ¡Parecía un suicidio colectivo! Por suerte, como señaló David, los patitos recién nacidos son como de goma. Los veíamos botar por la pendiente -poing, poing- sin parar de graznar -cuá, cuá-, muy salvaje todo. Ya en el agua, se pusieron a nadar contra corriente, exhaustos. Y poco a poco fueron acomodándose en la orilla. Por fin en tierra firme.

Solo tengo una pequeña grabación del encuentro con los patos. El resto de la historia la estábamos viviendo intensamente y no caí en grabarla. Mi favorito es ese que siempre se queda el último...