Platón se alejó del sendero y se adentró en el frondoso bosque. Buscó la sombra de un inmenso roble de hojas doradas y se acomodó a sus pies, apoyando la espalda contra las raíces del árbol. Arrancó una pajita del suelo y comenzó a juguetear con ella distraído. Los discípulos, que le seguían de cerca, se reunieron en torno a su maestro y se fueron arrodillando formando un semicírculo. El más joven de todos, de ojos vivarachos y preciosos rizos caoba, le miraba con curiosidad. También era el más osado, así que se aventuró a romper el silencio.
- Maestro, ¿cuál es esa gran verdad que tan celosamente guardas?
Platón le sostuvo la mirada sin mover ni un músculo de su curtido semblante. Tras un instante que pareció una década, y después de estudiar los rostros de sus discípulos, les dijo con voz solemne:
- Debéis saber, alumnos míos, que la prenda de vuestra talla no es la que os entra, sino la que os sienta bien.
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Si a lo largo de nuestra vida todos leyéramos más a los grandes pensadores seguramente no nos encontraríamos tan a menudo con esas atrocidades estéticas, horripilantes muestras de mal gusto tan propias de esta época del año.
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